Una relación sumisa, atravesada por el voto de obediencia, es lo que el poderoso está exigiendo de manera cada día más descarnada.
La única libertad que valora es la que lleva a coincidir con sus creencias.
Se trata de una importación del universo religioso, original de las instituciones monacales.
Nadie, excepto el preceptor más encumbrado, puede ser su propio dueño.
La verdad no existe sino quien la dicta; todo se reduce por tanto a una batalla para conseguir hegemonía.
La regla es a la vez sencilla y absoluta: si no soy yo el propietario de tus verdades, es que alguien más ostenta ese lugar.Luego, quien se atreva a disentir será juzgado por pertenecer al señor equivocado.
De ahí la obsesión por denunciar al hereje como instrumento de una voluntad antagónica y malvada; cualquier mentira o verdad a medias será útil para acusarlo de marioneta al servicio del oscuro titiritero. El poderoso…