Éste que está por concluir no ha sido un año sereno. Desafiaron lo cotidiano en este 2021 el caos que trajo la pandemia, las dificultades económicas, el miedo a la violencia y la radicalización de la política.
Tanto las emociones íntimas como las públicas se pronunciaron a favor de la agitación. Fuera quedó cualquier posibilidad de abrazar reflexivamente las grandes utopías que nos reúnen.
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Quizá sea ingenuo pedir serenidad en estos tiempos –sobre todo a quienes gobiernan– y, sin embargo, la ausencia de esta virtud humana hace difícil imaginar, hacia delante, épocas menos adversas.
Predomina el malestar y por tanto también la ira, la que proviene de la indignación y aquella que justifica el ánimo pendenciero.
La ira recorre el planeta montada en una larga serie de argumentos que quieren dejar atrás, entre otros males, a la discriminación y la violencia, el patriarcado y los privilegios, la concentración de la riqueza y el clasismo, la corrupción y el mal gobierno…