El cambio ocurrió con sigilo. El cuerpo humano no puede defenderse porque las alarmas de la invasión suenan con retraso. El coronavirus atraviesa la aduana del cuerpo, el espacio y el tiempo, como lo hace con la membrana ocular, el aparato respiratorio y los órganos que usamos para alimentarnos. Invade casi todos los sentidos y con ello las certidumbres: desde que apareció no hay quien pueda precisar sus alcances.
El COVID-19 interviene el cuerpo humano, lo subvierte, a veces incluso lo desintegra. Por obra suya el cuerpo deja de ser autónomo, lo obliga a concebir nuevas distancias, lo convierte en bomba ambulante, lo reconfigura como una amenaza contra otros cuerpos. Como advirtió Ignacio Ramonet, nos convierte en criminales silenciosos para nuestra propia especie.
Las convenciones del contacto humano difícilmente volverán a ser las mismas. No hay sana distancia sino distancia artificia…