La mentira es el arma arrojadiza más común de la conversación pública contemporánea.
Abundan los indicios elevados a rango de verdad irrefutable, las inferencias disfrazadas de teoría comprobada, los argumentos carentes de premisas, el experimento sin datos, las acusaciones sin pruebas, las falsedades fabricadas deliberadamente para engañar. En fin, el desmantelamiento de lo razonable y la irracionalidad que se contagia.
El esfuerzo excesivo por abrazar lo cierto ha vuelto al mundo un lugar peligrosamente incierto; angustia y violenta a la consciencia el derrocamiento del gobierno de sí y de los otros por medio de la verdad.
Nada escapa a esta tragedia: la política y la justicia, las relaciones íntimas y lo público, el periodismo y la ciencia, la economía y la academia, prácticamente todo intercambio humano deambula errático al ritmo de la duda, la sospecha y la incredulidad.
Considerado por algunos como irrelevante, el diálogo se presenta como un artículo desechable. Mientras tanto, se ha instalado en el vecindario una tribu de cíclopes excitados por el desorden de sus ideas.
Hace cuarenta años, Michael Foucault propuso diferenciar entre la verdad y el decir verdadero. Ante el desastre de la conversación pública esta distinción es pertinente…